Por Luis A. Briatore *
El Sabre es un avionazo, fácil de pilotear, rápido, ágil, apto para hacer maniobras acrobáticas, lanzar distintas clases de armamento e ideal para la comprensión del ABC del combate aéreo.
Lleva seis ametralladoras (12,70 mm) letales y extremadamente precisas. Al momento de presionar la cola del disparador con el blanco centrado en la mira, tanto en el tiro “aire-tierra”, como en el tiro “aire-aire”, se siente el poder de fuego en todo el cuerpo.
Con este avión de combate experimenté nuevas sensaciones, las que sirvieron de introducción a un maravilloso y nuevo mundo, el de la aviación de combate. Una de ellas fue sentir presión en el abdomen y piernas por la acción del traje anti “G”, ante la ejecución de maniobras exigidas.
Disponía por primera vez, de un dispositivo que permitía salvar vidas ante una emergencia letal, llamado “asiento eyectable”. Una máscara que cubría parte del rostro, permitía respirar el reconfortante y puro oxígeno. La visibilidad a través de una amplia burbuja de plexiglás era incomparable, y el detalle más llamativo era volar en la soledad de un amplio y cómodo cockpit. Estas diferencias con respecto a las aeronaves operadas con anterioridad hacían disfrutar el vuelo de una manera diferente, intensa.
La confiabilidad era algo que lo caracterizaba. Con pocas fallas técnicas y un sistema de diseño sencillo, el Sabre no salía de servicio jamás. Una aerodinámica exquisita, que invitaba a explorar toda la performance de manera muy amigable y, prácticamente, sin riesgos, era una flecha que se dejaba volar.
Fue el único avión que tuve la oportunidad de operar con slats, superficies hipersustentadoras que contribuían junto a los flaps, a reducir la velocidad de aproximación y, por ende, la carrera de aterrizaje.
Describo lo siguiente para resaltar las nociones más concretas de su autonomía: con tanques eyectables de 200 galones llenos, despegando de Mendoza, hacíamos un ataque a la Escuela de Aviación Militar y volvíamos sin problemas, o navegábamos hasta Mar del Plata sin escala intermedia.
Desde el “vuelo solo” la actividad aérea tuvo una perfecta continuidad, y así cumplimos todos los patrones de vuelo, manteniendo a lo largo del año, un óptimo nivel de adiestramiento.
A medida que sumaba horas exploraba un sinfín de capacidades. Las bondades de este clásico entre los clásicos de la aviación de todos los tiempos terminaron cautivándome por completo.
Con la llegada de cuatro nuevos cursantes se presentó una gran oportunidad profesional, la habilitación como “jefe de sección”. Éramos muy jóvenes y nos delegaban la responsabilidad de guiar a otro avión en cualquier tema de vuelo, hecho que daría una gran posibilidad para ejercitar la toma de decisiones, con una jerarquía baja.
Con el Sabre pudimos acumular una rica experiencia durante dieciocho meses; la que sería de gran importancia para el próximo paso: volar un espejismo, el Mirage IIIC.
Descompresión en altura con un Sabre F-86 F
Comenzaba el mes de diciembre del año 1983, había transcurrido un año volando este memorable guerrero, y llegaba el momento más esperado para todo el escuadrón: el despliegue al operativo de tiro “aire-aire” en Mar del Plata. Éste era un lugar propicio para tirar con ametralladoras a un blanco sobre el mar. La puntería se efectuaba sobre una manga de tela blanca, también llamado “blanco bandera”, remolcado desde un avión Morane Saulnier MS-760 Paris, la que se encontraba unida al avión mediante un cable de acero de unos 300 metros. A este Morane se lo llamaba comúnmente “manguero”. El piloto al mando oficiaba de director de tiro, y era quien velaba por el orden y la seguridad de la escuadrilla en el circuito.
Veníamos de Mendoza, de un paisaje semidesértico, cálido y seco, con la Cordillera de los Andes como telón de fondo y, por un par de semanas, cambiábamos el escenario. Volaríamos a orillas del mar en un terreno llano y cumpliendo una actividad poco habitual: tiro con ametralladoras a un blanco en movimiento.
Paralelamente al tiro, existían otras razones no militares más que interesantes para disfrutar. La primera estaba relacionada a la dieta alimentaria, la que cambiaría del asado hecho con leña y sarmientos de parral, al pescado en todas sus maneras de cocción. El detalle que más nos cambió el entorno fue la concurrencia a la playa en los días de descanso.
Despliegue del escuadrón completo
Luego de muchos días de preparativos y cálculos de todo tipo relacionados con la navegación, por fin llegó el día del despliegue. A la ida, navegaríamos con una altura de 35.000 pies / 10.668 metros y a una velocidad de Mach 0.85 / 1.050 km/h. Ante cualquier problema en ruta aterrizaríamos en el Área Material Río IV como primera alternativa, y si el inconveniente surgía más adelante, en cercanías del destino final, la VI Brigada Aérea, ubicada en la ciudad de Tandil.
Con todo el circo del despliegue armado, la ansiedad para los más jóvenes era tremenda. Se trataba del bautismo en despliegues operativos, y el lugar no podía ser mejor.
El día anterior, había llegado un C-130 Hercules que llevaría a los mecánicos, junto a la logística necesaria para operar en esta prolongada estadía. “La Chancha” partiría cuando el último Sabre abandonara el suelo mendocino.
Como es habitual en los inicios del verano en Mendoza, la mañana se presentó a puro sol.
Al llegar a la plataforma observamos una hermosa postal, seis F-86F Sabres más un séptimo de reserva, alineados a la perfección e impecablemente presentados por nuestros queridos mecánicos. Todos con un par de tanques de 200 galones / 757 litros eyectables llenos de JP4. Versión que representaba la máxima autonomía de combustible disponible.
Luego de chequear que la meteorología, en ruta y en el destino, estaban operables, se largó por fin el despliegue. Lo hicimos en dos escuadrillas de tres aviones cada una, separados por veinte minutos entre una y otra. Yo era el Numeral 3 de la segunda escuadrilla, o sea, el último avión.
Por estar pesados, el rodaje debía ser lento. En pocos minutos, los tres aviones ingresaron a la pista. Al llegar al peine de la cabecera, en una perfecta línea oblicua, se fueron deteniendo de a uno por vez, formando una perfecta hilera de cascos blancos.
El guía mira al Nº2. Acto seguido, bate dos dedos sobre su cabeza, señal ejecutiva de dar motor a pleno y llevar el acelerador al tope, lo que hace que llegue, rápidamente, al 100% de su potencia. En esa instancia, todos sienten en el fuselaje del Sabre la vibración y un sonido ensordecedor de dicha potencia acumulada con los tres motores.
Una vez finalizado el chequeo de parámetros, el líder baja la cabeza rompiendo inercia y comienza a correr. La aceleración en la carrera de despegue resulta un poco más lenta de lo normal, al operar con la máxima cantidad de combustible.
Despegamos individualmente con un intervalo de veinte segundos entre cada avión; lo hicimos bien tendido, casi rasante, buscando una rápida aceleración. Luego de subir el tren, el F-86F se debe acelerar hasta llegar a la velocidad de ascenso. Con rumbo al sol (que no estaba muy arriba del horizonte), las proas de los tres Sabres apuntaban directo al destino final, al que llegaríamos en 1 hora y 40 minutos.
Mientras iban subiendo al Hércules, los mecánicos seguían con la vista clavada en la visible estela gris, causada por la combustión humeante del JP4. Rápidamente, se perdieron los rastros en el cielo, al meterse en una ocasional capa de nubes. Ésta era la señal de que todo iba bien.
En la primera parte de la ruta, la meteorología se presentaba impecable. Como dicen los viejos cazadores: “Era un día para brigadieres”.
Ascendíamos como estaba previsto; por fortuna, teníamos ayuda de cola. Un fuerte viento del Oeste de unos 200 km/h nos empujaba, favoreciendo, no sólo el bajo consumo de combustible, si no también, la llegada antes de lo previsto.
Con el río Desaguadero en la cola y Villa Reynolds al frente, todo estaba funcionando de acuerdo a los cálculos. Las tres alas en flecha se mantenían simétricamente formadas, empleando un esquema de navegación defensivo, los tres aviones bien abiertos, manteniendo un mismo nivel de vuelo, y vigilando la cola de cada avión, por las dudas.
Superadas las tierras puntanas, ingresamos al espacio aéreo de la provincia de Buenos Aires; allí, los Sabres comenzaron a estelar, dejando un rastro de tres rayas blancas en un cielo totalmente diáfano. En tierra, los espectadores casuales se anoticiaron de que un trío de flechas dejaba su marca en el cielo bonaerense, mientras iban camino a “La Ciudad Feliz”.
Algo comenzó a fallar
Faltando unos treinta minutos de vuelo, a la altura de Bolívar, comencé a notar, luego de un chequeo rutinario de los parámetros del tablero, un incremento anormal y paulatino del altímetro de cabina, acompañado de un sonido no habitual. Se trataba de un imperceptible silbido. Intuí la existencia de una suave pérdida de aire, sin poder detectar el origen. En simultáneo, comencé a sentir una molestia en ambos oídos, síntoma de que algo andaba mal.
Sin perder tiempo, informé la novedad al jefe de escuadrilla para ponerlo en alerta.
Cuando nos sucede algo extraño a los pilotos, comienza a potenciarse el instinto de supervivencia. Los sentidos se agudizan de manera notoria. Esa computadora perfecta, que es el cerebro, cruza y procesa la información relacionada al conocimiento y la experiencia adquirida, y deduce qué está pasando y cuál es el modo de acción más conveniente.
Con suma cautela, sin embargo, no perdía detalle de los datos que me arrojaba el altímetro de cabina, cuya aguja subía al igual que mi dolor de cabeza y de oídos, los que se tornaban más intensos y molestos.
¿Por qué las máscaras de oxígeno son necesarias en un avión de combate?
Con el incremento de la potencia en los motores de uso aeronáutico, al término de la Segunda Guerra Mundial, los aviones de combate comenzaron a alcanzar altitudes muy elevadas; es por eso que las máscaras de oxígeno se convirtieron en una imperiosa necesidad.
Desde aquellos tiempos, estos aviones vuelan con máscara de oxígeno sin excepción. Esto se debe a que, en grandes altitudes, la cantidad de oxígeno en el aire, necesario para respirar, se reduce considerablemente. Sin una fuente de alimentación externa del vital gas, los pilotos corren el riesgo de perder el conocimiento por el fenómeno llamado “hipoxia”.
Un beneficio adicional que brinda respirar oxígeno en forma permanente durante el vuelo es disponer de una mayor lucidez, vitalidad y recuperación ante la demanda de los pulmones en el esfuerzo que significan estos vuelos de exigencias extremas. Ni hablemos del estrés que la situación provoca.
Puede parecer incómodo el uso de dichas máscaras permanentemente; pero no es así, el acostumbramiento se produce de inmediato, desde el primer vuelo.
De la novedad a una emergencia
Vertical Tandil: comuniqué que el altímetro de cabina había aumentado abruptamente alcanzando casi la misma altitud a la que estábamos volando: 35.000 pies / 10.668 metros. Esta información marcaba una descompresión inequívoca, la que, por fortuna, no fue explosiva sino progresiva.
El dolor de oídos era insoportable. Busqué mitigarlo moviendo con mucha amplitud la mandíbula. Hacía fuerza tapándome la nariz para tratar de igualar presiones. ¡Pero no había caso! Fueron minutos que se tornaron interminables; y el dolor, insostenible. No podía mantener la concentración necesaria para el vuelo.
Ante el agravamiento de la novedad y mi intolerancia al taladro que perforaba ambos tímpanos; de inmediato, el líder me ordenó sacar los aerofrenos, reducir a ralentí y poner, decididamente, la nariz del avión bien abajo.
Los Sabres comenzaron a acercarse por dos causas. La primera consistía en que unos niveles de vuelo más abajo nos estaban esperando una capa compacta de nubes, y para penetrarla era necesaria una formación cerrada o ciega. El segundo motivo era que la cercanía entre aviones permitía al líder tener un mejor control de la escuadrilla y, principalmente, del avión en emergencia.
Superadas las nubes, el descenso fue híper rápido, casi al límite de la velocidad permitida. Los comandos de vuelo comenzaban a sentirse un poco más sensibles de lo habitual.
Mientras intentaba bajar rápidamente, la actitud “nariz abajo” era, en extremo, pronunciada. El increíble régimen de descenso se veía favorecido por efecto de los frenos de vuelo totalmente abiertos. Luego de pasar la capa de nubes, a la que perforé en un suspiro, el piso se me acercaba. Mis vapuleados oídos comenzaban a sentir alivio por la disminución en la presión, la que se acercaba a la del nivel del mar.
Próximo a nivelar a baja altura, introduje los frenos de vuelo y, de manera simultánea, di motor para mantener una velocidad elevada, buscando llegar rápido.
Nos comunicábamos por radio con la torre de vuelo de Mar del Plata, anunciando la triunfal llegada. En pocos minutos, ingresamos al circuito de pista para cabecera 13. Los Sabres, perfectamente escalonados, extendidos en una línea perfecta hacia la derecha, no podíamos dar una mejor imagen a los anfitriones que, ansiosos, nos estaban esperando.
Pasamos lateralmente por la torre de vuelo, de a uno por vez, y nos fuimos desprendiendo hacia la izquierda, con un tiempo de separación de tres segundos, mientras ejecutábamos la famosa y vistosa volcada.
“Aerofrenos, afuera; 60º de inclinación barriendo el horizonte con la nariz y colocando 2,5 `g`”.
Al llegar a los 180º de giro, ingresamos de a uno por vez a inicial (posición paralela a la pista), donde bajamos el tren y los flaps, para luego zambullirnos hacia la básica, final; y, por último, aterrizamos con el mar como telón de fondo.
Una vez con las ruedas apoyadas en el piso, mantuve la nariz bien arriba. Con baja velocidad, aflojé la presión de palanca atrás y con las tres ruedas en el piso, comencé a frenar decididamente.
En la plataforma, los mecánicos ansiosos esperaban para ubicar las máquinas en una línea junto a los otros tres aviones que acababan de llegar.
Fui afortunado, ya que al suceder la emergencia cerca de nuestro destino final, pude evitar dirigirme a la alternativa y esquivé lo que hubiese sido una complicación: obligar a que el C-130 Hercules aterrice en una pista distinta al destino, ya que eso hubiera generado una escala adicional y, en consecuencia, un retraso significativo a toda la operación.
Causa de la falla
Al llegar a la plataforma los especialistas rodearon el avión con novedad y escucharon los detalles de la emergencia, efectuando rápidamente el pormenorizado chequeo del malherido Sabre. Viejos conocedores del F-86F, de inmediato, detectaron que el burlete de la cúpula estaba pinchado. Óvalo de goma que, sin perder tiempo, fue reemplazado.
Al otro día, como si nada hubiese pasado, el Sabre matrícula C-120, impecablemente presentado, y estacionado en la plataforma principal, se encontraba en servicio y listo para cumplir la primera salida de tiro “aire-aire”.
El médico del escuadrón, como medida de precaución, me ordenó evitar la actividad aérea por un día. Era una medida preventiva para observar la evolución de mis tímpanos, que habían sido bastante maltratados, por cierto.
El primer día de tiro responde a un importante hito personal. Debutar pegándole a la manga los primeros impactos con ametralladora 12,70 mm en tiro “aire-aire” es un hecho memorable, que nunca podré olvidar.
El F-86F, si bien tenía sus años, no era un avión en el que aparecieran fallas técnicas, por dos causas principales; primero la confiabilidad de este fierro; y la más importante, los mecánicos lo conocían como la palma de sus manos. Ellos acompañaron al F-86F a lo largo de muchos años de mantenimiento e inspecciones.
Por el final feliz de esta nueva experiencia sin consecuencia alguna, en la primera cena con el escuadrón reunido, hubo un brindis y tuve que decir algunas palabras relacionadas a la emergencia, como lo dicta la tradición.
Yo captaba con claridad la importancia de la camaradería aeronáutica y quería cada vez más este estilo de vida.
Comenzaba a entender el significado de esa sabia frase que invitaba a no rendirse ante una circunstancia adversa. Sintiendo que este era el momento propicio para gritar con mucha fuerza: “NO HAY QUIEN PUEDA”.
* Luis Alberto Briatore nació en la ciudad de San Fernando (Buenos Aires) en el año 1960.
Egresó como Alférez y Aviador militar de la Escuela de Aviación de la Fuerza Aérea Argentina en 1981 (Promoción XLVII) y como Piloto de Combate de la Escuela de Caza en 1982. Fue Instructor de vuelo en la Escuela de Caza y en aviones Mirage y T-33 Silver Star (Bolivia).
A lo largo de su carrera en la Fuerza Aérea Argentina tripuló entrenadores Mentor B45 y MS-760 Paris, aviones de combate F-86F Sabre, Mirage IIIC, IIIEA y 5A Mara ocupando distintos cargos operativos, tales como Jefe de Escuadrón Instrucción X (Mirage 5 Mara/Mirage biplazas) en la VI Brigada Aérea y Jefe del Grupo 3 de Ataque en la III Brigada Aérea.
En el extranjero voló Mirage IIIEE como Jefe de Escuadrilla e Instructor en el Ala 111 del Ejército del Aire (Valencia, España) y T-33 Silver Star como Instructor de Vuelo en el Grupo Aéreo de Caza 32 y Asesor Académico en el Colegio Militar de Aviación en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia).
Su experiencia de vuelo incluye 3.300 horas de vuelo en reactores y 200 horas en aviones convencionales.
Es también Licenciado en Sistemas Aéreos y Aeroespaciales del Instituto Universitario Aeronáutico (Córdoba, Argentina) y Master en Dirección de Empresas de la Universidad del Salvador.
Tras su pase a retiro en el año 2014, se dedicó a la Instrucción en aviones convencionales PA-11 Cub y PA-12 Super Cub en el Aeroclub Tandil (Buenos Aires) y el Aeroclub Isla de Ibicuy (Entre Ríos) y en el año 2018 se empleó como Piloto de LJ-60 XR – operando desde Aeroparque Jorge Newbery.
Actualmente, reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
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